- Me
perteneces… - aquella frase retumbó en su cabeza
Ella corría
por la nieve, pero sus botas se hundían cada vez más en el hielo. Cayó al
suelo, sus manos desnudas sufrieron por el frío intenso al parar la caída. Se
levantó y continuó su huída
- No huyas…
tarde o temprano te alcanzaré… - sonó de nuevo aquella tétrica voz
Continuó
corriendo y corriendo, hasta encontrarse al borde de un acantilado…. Dio un
paso en falso y unas rocas se desprendieron, cayendo al vacío. Él la alcanzó
entonces… Vio aquella cruel sonrisa llena de dientes blancos en su boca.
Levantó una de sus grandes manos y alzó la barbilla de ella hasta que sus ojos
se encontraron con los de ella.
- Acostúmbrate
a mi presencia, por que no me iré de aquí… y cuando volvamos a encontrarnos, serás
mía
Sus
propios gritos la sacaron de aquel lugar. Se incorporó de golpe, estaba en su
habitación, en su cama. Notó que estaba chorreando, aunque era un sudor
congelado.
- Sólo era una pesadilla.. – se dijo a sí misma en voz alta
Desde
que había regresado a casa no había dejado de tener aquellos sueños,
pesadillas, mejor dicho. Y a cada vez que los tenía, la cicatriz de su espalda
dolía.
La
elfa se levantó con pesadez y se asomó al balcón. Vivía en un sencillo
apartamento de Lunargenta, cuyas vistas daban al Bazar. La ciudad dormía, salvo
por dos jóvenes elfos que se habían escabullido de sus casas en plena noche
para poder pasar un momento a solas. Se abrazaban en un banco cercano a la casa
de subastas mientras él hablaba o, al menos eso parecía; seguramente palabras
de amor. La dolorida elfa los miró sin darles importancia, a ella no le
interesaban aquellas cosas; de hecho, hasta rehusaba el contacto con otras
personas. El simple hecho de que la
tocasen, aunque sólo fuese un roce, le disgustaba en lo más profundo de su ser.
Alzó
la vista, contemplando entonces la luna, que estaba casi en su plenitud.
Sonrió. Le gustaba contemplar la luna, la noche estrellada. Recordó que, cuando
era niña, su padre y ella salían a mirar el firmamento. Adanahel le había
enseñado a su hija el nombre de cada una de las constelaciones que se veían
desde el Bosque de la Canción Eterna.
Suspiró con tristeza.
-
Papá, mamá… os he fallado – susurró a las estrellas – Pero la próxima vez, no
fallaré . concluyó con decisión.
Estaba
a punto de volverse a la cama cuando un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Miró a sus lados, confusa, pero su casa estaba
vacía, totalmente vacía. Se asomó de nuevo a la ventana y sintió de nuevo aquel
escalofrío, pero esta vez más como una presencia. Los jóvenes amantes no
parecían percibirlo.
Se
vistió a toda prisa, se puso su habitual capucha negra y cogió la vaina de su
espada. La sacó y la observó en
silencio. Aquella espada que Valithria había forjado con su fuego de dragón, ya
no desprendía llamas doradas, sino más bien llamas de hielo. En aquel momento
no comprendió la razón de lo que le estaba sucediendo, tanto a ella como a su
espada. Sólo pudo pensar en que aún no tenía nombre…
Mientras
bajaba las escaleras con ella en la mano repasaba mentalmente posibles nombres
que le quedarían bien a una espada. Recordó que la de su padre se llamaba
“Promesa de la dama”, porque se la regalaron el mismo día que había conocido a
su madre y se había quedado prendado de ella.
No pudo evitar acordarse de la espada que la había herido, “Agonía de
escarcha”, recordando la noche en la que casi pierde la vida…
-
“Mi último suspiro” – dijo en voz alta – Ese será tu nombre.
La
espada brilló con más intensidad, siendo consciente de que acababa de ser
bautizada. Como toda espada, el vínculo con su portador se hizo más fuerte en
cuanto tuvo un nombre. La magia entre su dueña y ella se mezcló, pasando a ser
una sola. Una espada bebía de la fuerza y magia de su portador, así como un
guerrero contaba con la fuerza que su espada le transmitía.
Llegó
al bazar y miró a su alrededor de nuevo, notando la presencia cada vez más
cerca. Corrió hacia la joven pareja.
-
Chicos, volved a casa - sugirió
-
¿Pero tú de que vas? – recriminó la chica
-
A lo mejor se nos quiere unir – bromeó el chico
Pero
ella no estaba de broma, su instinto le gritaba que algo malo se acercaba.
Cogió al elfo por la blusa y le miró con frialdad.
-
O… ok… ya nos vamos – dijo temblando de miedo.
No
se quedó a ver si le hacían caso o no, sólo se dejo guiar por las calles, hasta
llegar a la Puerta
del Pastor. Allí, dos paladines le cortaron el paso.
-
Señorita, no puede estar aquí, ¿no sabe acerca del toque de queda? – dijo uno,
con cortesía
-
No creo que mi presencia sea lo que más moleste esta noche – dijo misteriosa
-
¿De qué habla? – dijo pensativo.
-
De eso…
Unas
sombras tenebrosas se acercaban hacia ellos. La elfa pudo notar aquel aroma
nauseabundo a azufre… el olor de la muerte.
-
Ya vienen…- murmuró
-
Amin, quédate aquí y protege la puerta, yo iré a buscar refuerzos – dijo
uno de los paladines.
-
No creo que sea necesario – lo paró – Sólo, cubridme… Podréis hacerlo, ¿verdad?
-
Estás hablando con dos expertos paladines, ¿quién eres tú para cuestionar
nuestras capacidades? – dijo Amin
-
La sombra de Lunargenta… La persona que ha salido y entrado de la ciudad sin
que vosotros, los paladines, os hubieseis dado cuenta. – sonrió perversa –
Ahora, cubridme
Los
tres vieron al grupo de necrófagos y abominaciones que se acercaban a ellos. Amin
llevó su mano a la empuñadura de su espalda, mientras que su compañero
retrocedía inconscientemente. Sombra lo miró divertida, después se fijó en Amateratzu.
-
Oh, valientes paladines… Qué sería de algunos de nosotros sin vuestra osadía –
se burló
-
No todos somos así, no es necesario burlarse – la recriminó avergonzado
-
Si no quieres que tu compañero se haga pipí encima, sígueme, les cortaremos el
paso.
Amin la miró inseguro, pero la decisión con la que ella comenzó a andar terminó por
convencerle. Blandió su espada y siguió a la elfa al encuentro.
-
No veo nada – dijo el paladín
-
Atento, nos han visto y están preparando una emboscada.. – dijo con calma.
La
sombra de Lunargenta y el paladín se colocaron espalda contra espalda. Él pensó
que ella era otro paladín más al ver que ella adoptaba poses de ataque típicas
del entrenamiento de paladines. Pero, algo no le cuadraba. Pero no era momento
para pensar en aquello…
Sus
oponentes se avalanzaron sobre ellos, una oleada de frío recorrió de nuevo el
cuerpo de la elfa de sangre, y su espada brilló. Con un grito de rabia se abalanzó
sobre el primero de los necrófagos, esquivando las manos huesudas de otros dos. Amin, por su parte, se lanzó directo a por una de las abominaciones.
Del
mismo modo que en su lucha contra Exánime, la elfa combinó sus estocadas con
hechizos sagrados. Así, mientras uno de los necrófagos era atravesado por “Mi
último suspiro”, otro perecía con su hechizo. Amin, luchaba de una forma
más simple, utilizando toda su fuerza y empeño, concentrando todo su poder en
su mandoble, con golpes certeros.
Pronto,
los tuvieron a todos reducidos a huesos y cenizas. El paladín apartó con la
mano a su acompañante y consagró el suelo sobre el que yacían, quemando todos
los restos, para que no pudiesen volver a ser utilizados.
-
Buen combate - felicitó
Pero
ella ya no estaba, tal y como había llegado, se había ido… como una sombra. La
sombra de Lunargenta
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